El discreto encanto de ser cochabambino

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Por Ruddy Orellana V. – Bitácora del Búho“No puede ser. Esta ciudad es de mentira. No puede ser que las brujas sonrían a quemarropa y que mi insomnio cruja como un hueso y el subjefe y el jefe de policía lloren como un sauce y un cocodrilo respectivamente, no puede ser que yo esté corrigiendo las pruebas de mi propio elogiosísimo obituario y la ambulancia avance sin hacerse notar y las campanas suenen sólo como campanas.

No puede ser. Esta ciudad es de mentira. O es de verdad y entonces está bien que me encierren”.

Le arrebato de las sienes, a Mario Benedetti, este fragmento poético que en esencia es un pasado y un presente, un reclamo y una complicidad, necesidad y saciedad, existencia y ausencia. Así, como lo es para mí esta ciudad en la que habito, desde que los atardeceres septembrinos con vientos delicados y lluvias cortas, traían aromas a flores, a árboles desprendiendo sus esencias, a tierra mojada. Campanillas de primavera que las posaba en mi puño y las reventaba para ver cómo teñían de morado mis manos. O afanado, corriendo tras “cortapelos”, cortando mi voluntad y haciéndome caer en la cuenta de que jamás los atraparía, mientras sus alas se mofaban de mi frustración. Pasado.

Y así, con esa parsimonia y voluntad lánguida, llegamos al mes de septiembre casi en las mismas condiciones de hace dos lustros. Lustrando opacidades que jamás lograrán su brillo y aporcando con paciencia y salivita los nabos sembrados sobre nuestras espaldas.

Esa ciudad de verdad, que transitaba junto a mí como una sombra perpetua, o que yo caminaba junto a ella: libre, de una sola pieza, natural, ya no es más la misma, algo, ¿o mucho? de su figura se ha transformado, su luz se va consumiendo y, con ella, su comunidad también se va desfigurando.

¡Ha dejado atrás esencias fundamentales! Presente.

La ciudad, decía Octavio Paz, “representa los dos polos de la existencia moderna: el momento de la colectividad y el de la soledad más intensa”.

A la colectividad le atribuyo taras y desasosiegos. Es la que con mucho contribuye para que la esencia de una ciudad se marchite, se anquilose o se reinvente. En Cochabamba, ya pocas flores, aromas, composturas y lisuras duran menos que un suspiro, o simplemente se esfuman. Son las soledades más intensas.

En esta ciudad, la mala educación, la soberbia y la intolerancia de sus habitantes se han ‘globalizado’. Parece que siempre vivieran enfadados, unos con otros. Sus conductas se reflejan en taras básicas: ignorar una luz roja sin remordimiento de conciencia y detenerse, obligadamente, en la próxima que está a escasos 10 metros de sus narices, y entonces uno no logra descifrar esa difícil ecuación: ¿por qué carajos se pasó en rojo, si igual tuvo que frenar su coche, contener su cabreo y exhibir su rostro desencajado cuando descubre que, no se sabe desde qué época, en cada cuadra, había existido un oscuro objeto del deseo llamado semáforo, ubicado justo en frente de sus ojos furibundos?

Otra. Tirar la basura con elegancia por la ventana de su vehículo. Con premeditación y alevosía, casi siempre. Presumiendo a toda la comunidad de su mala educación y de esa reflexión interna que le obliga a festejar su condición de patán incorregible.

Hay más. Mentarle la madre al que osó adelantarle y, con más énfasis, pisar el acelerador como si se tratase del pescuezo del crudo conductor que le arrebató la “tranquilidad”.

Sigo. Tocar bocina sin misericordia, como si fuera un arma de destrucción masiva.

Esta ciudad no es de mentira y entonces estaría bien que esa soledad intensa que anota Octavio Paz nos encierre y nos hostigue sobre lo que perdimos u olvidamos. Las sociedades evolucionan en sus conductas básicas, comunes, sencillas. Podemos ser cada día mejores, sin dejar en el olvido amabilidades y complacencias, y no se trata de un discurso del Ejército de Salvación, se trata pues, del arte de amar la vida como una forma de preservar las relaciones cordiales, colectivas, trascendentes.

No puede ser que en esta ciudad las campanas suenen solo como campanas. Estoy seguro de que tiene su son esencialmente enriquecedor que debe ser decodificado, su eco nos hará corresponsables de lo que se debe rectificar y asumir con hidalguía.

Esta ciudad de verdad, abraza la dialéctica del ni sí ni no, más bien todo lo contrario, su comportamiento es ambiguo y apático, hay un lenguaje sectario que cultiva su parcela sin importar su derredor.

Esta es una sociedad de ruptura, quiebra eternamente esa armadura social de disciplina y respeto. La prohibición es interpretada como una insolencia, como un desafío que está para vencerla.

Esta Cochabamba histórica que le tocó forjar y apechugar a nuestros antepasados hoy se ve largada de la mano de Dios y de sus autoridades. Hay un aletargamiento preocupante y un silencio parecido a la cojudez que no crece, se sacia con el diario vivir y la panacea de ser una “capital gastronómica”.

¿Será que en esta bendita ciudad no existen otras virtudes más que la comida? Hemos hecho de ella un fetiche y un amuleto para defendernos de nuestras carencias.

¡Cochabamba, lugar donde se vive para comer! ¡Sí! Pero acaso en este hogar no se respira también: poesía, literatura, pintura, música, teatro, tecnología, deporte, éxitos y utopías.

¿Qué sueños tienen los cochabambinos? ¿A qué aspiran.

¿En qué creen?

Todo queda en eslóganes, todo está como no tiene que estar: paralizado, quieto, conforme, silencioso.

“Cochabamba sorprendente”. ¡Sí, claro!

Sus autoridades se han convertido en una maldición perpetua, en un insulto a la dignidad. Desde hace más de dos lustros, la Gobernación, la Alcaldía y ramas anexas, son cuevas de la delincuencia organizada en beneficio de un puñado de vivillos y oportunistas que llenan sus bolsillos sin fondo a costa de los ciudadanos. Esta ciudad está postergada, anquilosada, petrificada en su esencia y su identidad. Sus necesidades van desde las más elementales a las más complejas: servicios, salud, educación, orden, seguridad, transparencia, infraestructura, cumplimiento de la ley, planificación, conciencia ética y moral.

Cochabamba se ha convertido en un departamento inviable propiciado por la mediocre y sinvergüenza conducta de sus autoridades. Una vez más, esta ciudad de delirios, esperanzas y asaltos, con guantes blancos y manos negras, debe enfrentar la humillación desde todos los frentes. Aún a merced de la pandemia, su dolor y desolación se profundiza. La politiquería miserable del MAS y todo su séquito de chupamedias, le hizo y le sigue haciendo un daño gigantesco a esta ciudad.

El pasado ya fue, pero me preocupa este presente y el futuro de Cochabamba como un lugar que tienen que ser habitable y que está siendo degradado en su dignidad e identidad. Cuando oigo las noticias surgidas de la Gobernación o la Alcaldía, casi todas envueltas en escándalos de corrupción y miserias humanas, refrendo mi convicción de que esas alimañas son las que controlan los resortes de nuestra ciudad y nuestro bienestar. Entonces es cuando hago uso de la experiencia que me dio la vida para reconocer, perfectamente, a un hijo de perra de lejos y de cerca.

Hay ajetreos anormales en el patio trasero de la Gobernación y la Alcaldía. Su impecable labor doméstica revolotea en estas fechas. Está claro, estamos en septiembre y se acerca el 14, fecha importante en la que, irremediablemente, se tiene que barrer la casa, cortar el césped, plantar flores, cambiar foquitos, parchar las calles y repintar la fachada con los colores de la conciencia vacía y nada más. Esperando tristemente el próximo año para seguir aporcando, con paciencia y salivita, los nabos que cargamos, con particular ‘sacrificio’, sobre nuestras espaldas.

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